“Recuerdo que el año 1931 fue cuando entré a trabajar por obligación de la casa; trabajé durante treinta años, todos los días del año, sin vacaciones. Trabajaba en un establo, primero como ayudante de quesero, después quedé de maestro quesero. Calcule usted, ¡treinta años vegetando! Pero el sacrificio lo hacía porque necesitaba, tenía necesidades yo…” El extracto anterior, rescatado por la Historiadora María Angélica Illanes, corresponde al testimonio de un campesino de las primeras décadas del siglo XX, un período en que se jugaban muchas cosas en el campo chileno. Un momento de la historia que se aletargó, se estiró de tal manera, que el “estallido” del campo, vino a ser frenado con otro estallido aún más fuerte: el bombardeo a La Moneda.
Cuando, con lágrimas en los ojos comprobamos el amplio triunfo del Apruebo ese 25 de octubre histórico, sabíamos, que no sólo era el triunfo de aquellos que dejaron sus ojos en la calle, o sus valientes vidas, sino que, además, era el triunfo de muchas/os que marchan con nosotros desde sus otras dimensiones. Esos campesinos que, con surcos en las manos, abrazaban la pala y la esperanza de tener un pedazo de tierra para sembrar, esos que fueron “obligados” a trabajar por décadas sin más derechos que dos galletas (pan amasado) y una ración de harina tostada para el día.
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La importancia de una nueva Constitución para el campo, está en lo anterior. Aun hoy en día, por aquí o por allá, se suelen ver esas prácticas de un porfiado latifundismo que niega -como lo negó durante todo el siglo XX-, al tiempo, su justo equilibrio. Ese porfiado patronazgo paternal que tanto ha postergado el desarrollo del campo -desarrollo desde abajo, reconociendo en el/la campesino/a a un sujeto de derechos y no verlo como un objeto sin vida-, aún cree que, con prácticas autoritarias o tácticas del miedo, puede frenar los procesos sociales. Nada más errado.
Ya no pueden, como lo hicieron desde la segunda mitad del siglo XIX hasta casi finales del siglo XX, acarrear a sus inquilinos a votar por sus patrones. Hoy, aunque tímido -como es el campo-, las comunidades rurales alzan nuevamente su hermoso vuelo y exigen mayor y mejor democracia. Democracia que se les ha negado desde siempre. Democracia que hoy empieza, lenta pero decididamente, a llegar al mundo rural. Pero acá el desafío es doble: no basta con denunciar la corrupción y las prácticas patronales en los municipios rurales que, bajo el “mando” de alcaldes y alcaldesas anclados en el siglo XIX, funcionan como verdaderos latifundios -otorgando regalías a sus amigos y postergando sectores necesitados pero críticos a la gestión municipal-, además, se requiere mantener el impulso ciudadano y no dejarse intimidar.
Ya no estamos en los tiempos en que se obligaba a votar por los dueños de las tierras. Hoy, en el campo, también el futuro es esperanzador y lleno de primaveras. Los “obligados” de las haciendas, esos que dejaban su vida y la de sus hijas/os en las casas “grandes”, hoy renacen en las voces campesinas que deben estar presentes en una nueva constitución, nuestra constitución. En definitiva, una constitución que también tenga, rostro campesino.