Pretender aseverar con total certeza que el origen de la crisis social y política que vive nuestro país desde la revolución de octubre se deba a una sola causa, sería como pensar que un árbol solo depende de una raíz y no de raíces multidireccionales que confluyen en un mismo punto. Entre las causas que muchos sostienen, esto se debería a un insostenible modelo neoliberal pronto a desaparecer, o se trata de un problema generacional de una sociedad que demanda mejores niveles de vida. Otros le echan la culpa a la desigualdad en un sentido amplio. En esta ocasión, quisiera destacar que, a la par de esas problemáticas, se encuentra una encrucijada popular-elitista, cuya tesis nos mostraría que existe una mayoría ciudadana siendo extendidamente perjudicada frente a un grupo privilegiado, denominado la clase política.
Esta élite minoritaria serían los políticos que se encuentran en las altas esferas del poder, que, en vez de trabajar por el bien común, estarían funcionando en pos de sus intereses. Este mal tendría una causa; la unión corporativista entre el poder económico y el poder político. Pero cuidado; ni la economía ni la política son malas en sí mismas, sino que es el ser humano quien actúa de forma inmoral en el espacio político y económico. El problema es cuando se obtiene un poder económico por medio de acciones egoístas y a veces corruptas dentro del poder político, o también, cuando se tiene poder económico y, tras acciones antiéticas, se buscan favores del poder político para proteger los negocios en detrimento del resto.
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Ante tales prácticas, podríamos considerar que lo más sensato es la generación de esfuerzos institucionales para fomentar el divorcio político-económico que logrará disminuir las acciones egoístas en pos del bien común,. Ello no implicaría necesariamente un cambio de “modelo” sino un cambio en la cultura de hacer política y de hacer negocios. En otras palabras, un recambio con personas que estén dispuestas a estar en la política para servir a los ciudadanos o de emprender negocios no solo con el afán de generar utilidades sino para servir a la sociedad entregando bienes y servicios.
Pero, lamentablemente en nuestro país la mayoría de los grandes cambios se logran con remezones sociales y políticos, con quiebres institucionales. Quizás es porque somos un país joven que aún no ha madurado lo suficiente o porque las diferencias entre la gran mayoría de los chilenos y la élite político-económica no se han superado, a pesar de los grandes avances que nuestro país ha tenido. Es en este escenario que los fenómenos populistas emergen para dar posiblemente una solución política.
Muchos podrían exaltarse de terror al considerar si quiera la posibilidad de que el populismo juegue un rol importante en el proceso de cambio social y político que se está dando en nuestro país. Esto, debido a que la mayoría entiende al populismo como un mero epíteto a cualquier acto que intenta congraciarse con los sectores populares a través de promesas de un sostenido e irresponsable gasto público, o por medio de relatos construidos sobre la base de problemáticas sociales.
Sin embargo, utilizar conceptos políticos como meros términos despectivos es un fenómeno común en la discusión cotidiana e incluso en el debate académico de la actualidad, pues, por ejemplo, hoy en día el fascismo dejó de ser una ideología bien definida y claramente visible para transformarse en el discurso de la derecha e izquierda (y a veces del centro) para condenar la intolerancia de sus rivales.
En el caso del populismo, ocurre este fenómeno. Es una carta bajo la manga siempre fiel y confiable frente a cualquier líder o movimiento político que intente fusionar la emoción de las masas y los deseos de cambio en un discurso y proyecto político determinado. Con esto, no se está diciendo que el populismo vaya a ser el camino único y deseable para las transformaciones que la gran mayoría de los chilenos quiere ver para encontrar un país más justo y con mejores niveles de vida. Debemos tener presente que frente a cualquier despertar social y movimiento ciudadano hay elementos populistas que son imprescindibles a la hora de un cambio.
Si hacemos una pequeña revisión conceptual, podemos ver que el populismo es mucho más que una ofensa política. Por ejemplo, la politóloga argentina Flavia Freidenberg señala que uno de los fines de la acción populista es buscar el cambio y refundación del statu quo dominante. Por otro lado, el politólogo holandés Cas Mudde dice que el populismo se trata de la idea de que un cuerpo social está separado en dos facciones; por un lado está “el verdadero pueblo”, y por otro, “la élite corrupta”, señalando, además, que el populismo está presente no solo en sectores extremos ideológicos, si no también en el centro político.
En esa misma línea, tenemos al teórico político Ernesto Lalcau, quien sostiene que el populismo surge cuando los elementos popular-democráticos son una contraparte contra la ideología de la oposición dominante. Es más, hasta el mismo Francis Fukuyama señaló que el populismo no es algo necesariamente negativo, porque para lograr cosas importantes se necesitan del apoyo de sectores populares y de líderes carismáticos.
Siendo así, nos surgen interrogantes para la reflexión final; ¿será el populismo un actor clave para hacer una contraparte sólida frente a la clase política?, y siguiendo el mismo camino, ¿se lograrán los cambios en favor del desarrollo y justicia por medio de elementos populistas? Quizás, aunque no sea deseable, el populismo jugará un rol fundamental.