“Todo tiempo pasado fue mejor” es una frase que, aunque muy usada, cobra especial sentido para quienes hemos transitado cambios tecnológicos, sociales y de paradigmas. Evocamos esos tiempos cuando la palabra dada —sin distinción de clase, ideología o cargo— tenía más peso que un documento firmado ante notario. La palabra era contrato, era ley, era honor.
Hoy, esa realidad parece tan lejana como una fotografía en sepia. La irrupción vertiginosa de la tecnología parece haber traído consigo una erosión de valores esenciales. Uno de ellos: la palabra empeñada. Aquella promesa dicha con la mirada firme y el apretón de manos que sellaba acuerdos hoy parece una pieza arqueológica, sustituida por documentos digitales, respaldos en la nube y cláusulas llenas de letra chica… pero sin alma.
Este debilitamiento del valor de la palabra se cuela en todos los ámbitos. En la política, vemos cómo acuerdos entre naciones —forjados durante décadas, incluso siglos— se desconocen de un plumazo, al vaivén de intereses coyunturales. En lo económico, los tratados se transforman en camisas hechas a medida del momento, sin principios que los sostengan más allá de la conveniencia. La palabra ya no vincula, no compromete. La diplomacia se convierte en retórica vacía y los discursos en papeles reciclables.
En el deporte, el símbolo también se desvanece: los atletas ya no juegan por amor a la camiseta, sino por los ceros en el contrato. Los colores, los himnos, las hinchadas son apenas escenografía para contratos que duran lo que dura un suspiro. Las fanaticadas —leales por naturaleza— son arrastradas a seguir a ídolos que cambian de escudo como de camiseta, dejando en evidencia que, para muchos, la palabra «pertenencia» también perdió valor.
Pero donde más duele es en lo cotidiano. En las pequeñas promesas, en los acuerdos entre vecinos, en las decisiones que se comunican de manera informal para luego deshacerse con un “esto no se hará”. Las razones, a veces legítimas, otras inventadas, y otras sacadas de una realidad paralela, se convierten en excusas aceptadas por inercia o resignación. Al final del día, el incumplimiento tiene mil caras, pero el rostro de la palabra rota siempre deja huella.
Aun así, me resisto al desencanto. Sigo creyendo en el poder transformador del lenguaje, en la fuerza ética de la palabra dicha desde la convicción y la lealtad. Porque la comunicación no puede reducirse a un acto mecánico: quien escucha debe partir de la buena fe, del deseo de entender, de creer que lo que se dice responde a la verdad.
Recuperar el valor de la palabra es urgente. No solo por nostalgia, sino por justicia. Porque una sociedad que habla con verdad se construye con dignidad. La palabra, cuando es coherente con los actos, no necesita firma: basta con honrarla.