Con la partida de Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, el mundo no solo pierde a un líder religioso: pierde una voz que, en tiempos de incertidumbre, se atrevió a proponer una forma distinta de ejercer el poder. Su legado trasciende los muros del Estado Ciudad del Vaticano. Se convirtió en el primer Papa latinoamericano que marcó un antes y un después en la manera de entender el liderazgo, no solo dentro de la Iglesia, sino también en la esfera global.
Francisco creyó —y demostró— que el poder no está en la autoridad que se impone, sino en la confianza que se inspira. Desde el primer momento, rompió con las formas tradicionales: rechazó vivir en los palacios papales, pidió que rezaran por él antes de bendecir a otros y eligió caminar con los pueblos, no por encima de ellos. Su pontificado fue una constante renuncia al privilegio, y una apuesta por la cercanía, la misericordia y la justicia social. Esa forma de ejercer el poder —desde abajo, desde las periferias— desafió tanto a la estructura eclesial como al orden político mundial.
Hoy, líderes como Angela Merkel o Jacinda Ardern, cada uno en su contexto, representan parte de esa visión: liderar no como dominación, sino como servicio. Ser firmes sin perder la humanidad. Francisco ha transcendido y se ha convertido en un referente transversal, no solo espiritual, sino también ético. Su figura recordó a la humanidad que el liderazgo puede ser profundamente humano, radicalmente sencillo y, sin embargo, enormemente transformador.
El triángulo liderazgo–Iglesia–poder, que históricamente ha generado sospechas, encontró en él una síntesis auténtica. Francisco no negó el poder, lo resignificó. Habló con jefes de Estado y de Gobierno, pero también con personas en situación de vulnerabilidad. Su legado no está en grandes reformas institucionales, sino en haber puesto nuevamente al ser humano —especialmente al más olvidado— en el centro del mensaje cristiano y del actuar público.
Ese legado también conecta con la misión de las instituciones educativas. La dignidad humana, el compromiso social, la formación ética y la búsqueda del bien común no son solo valores institucionales: son principios que definieron el pontificado de Francisco. Desde la educación, hoy más que nunca, se hace necesario formar líderes que continúen ese camino: no los que buscan figurar, sino los que se atreven a servir.
Francisco nos deja, pero no desaparece. Su legado sigue vivo en cada gesto de humanidad, en cada acto de justicia, y en cada persona que, desde posiciones de poder, comprende que se puede liderar sin arrogancia ni indiferencia social, y que el respeto y el aprecio por los demás nacen del ejemplo, no del discurso. En un mundo que sigue pidiendo líderes distintos, su vida nos recuerda que es posible ejercer el liderazgo con humildad, con valentía y con esperanza. Seamos más líderes dispuestos a servir, que líderes que esperan ser servidos.