El Día de la Madre no es solo una fecha en el calendario ni un evento más en la cadena de estímulos del comercio global. Es, o debería ser, un acto simbólico profundo: el intento —insuficiente, pero necesario— de honrar a quienes han dado todo sin pedir nada a cambio. Porque ser madre no es solo una función biológica, es una decisión cotidiana de entrega, de lucha, de presencia silenciosa pero constante.
La relación entre madre e hijo(a) muchas veces parece una línea recta: ella da, el hijo recibe. Pero no es así. En realidad, son dos líneas que corren paralelas, una casi siempre más cargada que la otra. La madre, por instinto, por cultura, por amor, es quien entrega más. A veces todo. Inclusive su vida. Y no lo hace esperando aplausos ni retribuciones, sino con el único deseo de que la vida del hijo sea mejor que la suya. Ese es su premio.
Pero eso no significa que la relación deba quedarse en esa desigualdad. Honrar a una madre es entender que también los hijos tienen un rol activo, una responsabilidad que no puede limitarse a una llamada o una visita esporádica. No basta con flores ni almuerzos una vez al año. Ser hijo(a) también es un ejercicio de presencia, de gratitud cotidiana, de reciprocidad emocional. La maternidad no puede ser una calle de un solo sentido ni una carga silenciosa que naturalizamos.
La fuerza de una madre no es una figura poética: es real. Quienes han elegido ser madres —porque ser madre no solo es concebir y parir, sino criar, cuidar, enseñar, — tienen la potencia de un huracán y la sabiduría colectiva de siglos de mujeres que han sido red de apoyo entre ellas. No hay universidad ni curso que enseñe eso: lo aprenden desde el amor, la intuición, la urgencia, del ensayo y error, muchas veces sin descanso, sin aplausos y sin tregua.
Cada segundo domingo de mayo, la figura de la madre se vuelve el corazón de la familia. No por los regalos ni los asados, sino porque ella, la que ha estado siempre, recibe por un momento el foco que merecería todos los días. En ese día, muchas reúnen a sus familias, sostienen las tradiciones, y con una sonrisa —a veces cansada, pero siempre firme— recuerdan que ser madre es amar sin medida y sin condiciones.
Honrar a una madre no es solo agradecer su entrega, sino reconocer su historia. Cada arruga, cada silencio, cada gesto suyo guarda una batalla que nadie más vio. La maternidad no es solo una etapa: es una forma de existir, de resistir, de amar más allá de lo humano, muchas veces en soledad, muchas veces sin pausa.
Porque al final, cuando todo tiembla, es la madre quien sigue de pie. A veces rota, a veces en silencio, pero siempre con los brazos abiertos. Ella no pide nada, pero lo merece todo.