En estos días, el liderazgo político vuelve a dominar los titulares. Cargos de alta dirección pública se abandonan, se reasignan, se reinventan. Algunos se van para enfrentar nuevos desafíos; otros simplemente se mueven en el tablero de poder. Pero más allá de simpatías, lealtades partidistas o colores políticos, hay una verdad que permanece: el liderazgo es el factor decisivo.
El liderazgo no nace en una oficina ni se decreta desde un boletín oficial. Se gesta en casa, se moldea en la escuela, madura en la universidad o en el trabajo. Pero se consolida con la vida. Es una construcción diaria, constante, imperfecta. Y aunque se puede estudiar y perfeccionar, nunca se termina de aprender. Porque liderar no es solo mandar; es sostener responsabilidades, inspirar movimientos, tomar decisiones que afectan a muchos, desde los sectores más vulnerables hasta los más poderosos.
Y sí, el liderazgo es como un campeonato de fútbol. No se gana solo con estrellas. Se gana con equipo. El buen líder, como un buen técnico, entiende que no todos juegan igual ni en la misma zona del campo. Sabe qué rol tiene cada uno, cómo aprovechar sus fortalezas y cuándo es el momento de dar un pase clave o dejar que otro anote el gol. No hay lugar para los caudillos solitarios ni para quienes se sienten indispensables. La clave está en leer el juego, anticipar jugadas, motivar sin gritar, corregir sin humillar y confiar en que el talento colectivo supera al ego individual.
Liderar desde la individualidad puede generar resultados puntuales, pero sostener un proyecto, una institución o un país exige juego colectivo. Exige horizontalidad, escucha, empatía, apertura. En el liderazgo actual, quien no entienda que la inteligencia compartida construye más que la imposición vertical, está condenado a gerenciar con esquemas obsoletos. A repetir fórmulas vencidas. A firmar autogoles sin siquiera darse cuenta.
Aferrarse a un cargo como si fuera una propiedad privada, temerle al relevo, resistirse al cambio, es estancarse. Y peor aún: condenar a todo un equipo al inmovilismo. No se trata solo de ceder el turno, sino de refrescar la cancha. De dejar atrás el “así se ha hecho siempre” y abrir la puerta a nuevas tácticas, nuevos liderazgos, nuevas formas de jugar. Porque en el fondo, liderar también es saber cuándo pasar la pelota.