Aunque el derecho a la vivienda no está expresamente consagrado en la Constitución chilena, sí forma parte del marco jurídico que el país reconoce al adherir a tratados internacionales, como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, suscrito en 1966. No obstante, entre las declaraciones de principios y la realidad cotidiana de miles de familias chilenas, se abre una brecha profunda, persistente y cada vez más dolorosa.
La vivienda digna y adecuada no puede seguir siendo solo una promesa de campaña o una consigna que se repite en los discursos de turno. El déficit habitacional en Chile supera hoy las 650 mil viviendas, según la plataforma colaborativa Déficit Cero, y más de 2,2 millones de familias requieren algún tipo de apoyo del Estado para acceder a una solución habitacional. La paradoja es inquietante: hay más de 105.000 viviendas nuevas a la venta en el país, pero la demanda efectiva es débil, con una caída proyectada del 9,4% a finales de 2024.
Lo más contradictorio es que el sector de la construcción no solo impulsa el desarrollo económico del país, sino que engrasa de manera constante los distintos engranajes de la economía nacional e internacional: genera empleo, dinamiza el comercio y activa inversiones públicas y privadas. Sin embargo, hoy está tensionado por una oferta abundante, una demanda contenida y un acceso cada vez más restringido.
Los altos precios, la inflación acumulada en materiales, terrenos y servicios, junto con normativas urbanísticas más exigentes, han encarecido el acceso a la vivienda. Chile, de hecho, gasta más en vivienda que el promedio de los países OCDE, y el tiempo necesario para adquirir una casa o departamento se ha extendido de forma alarmante. En paralelo, han aumentado los campamentos, los arriendos informales y otras formas de tenencia irregular que precarizan la vida de miles de familias.
En el Congreso se discute subsidiar las tasas de interés hipotecarias como medida de alivio. Pero esta propuesta, aunque bienintencionada, no resuelve el problema estructural: el acceso a una vivienda digna se está volviendo un privilegio. Mientras los ingresos familiares siguen estancados y el crecimiento económico se debilita, el sueño de la casa propia se convierte, para muchos, en una meta inalcanzable.
El Estado no puede seguir abordando la vivienda solo desde la lógica del mercado. Se requiere una política integral, de largo plazo, que entienda la vivienda como un derecho humano y no como un bien de consumo. El verdadero desarrollo no se mide por cifras macroeconómicas, sino por la dignidad con la que viven sus ciudadanos. Y en ese indicador, seguimos en deuda.