La guerra no es un escenario nuevo. Desde tiempos inmemoriales ha sido el terreno donde imperios, naciones o potencias exhiben sus arsenales, despliegan sus estrategias y ponen a prueba a sus aliados, muchas veces en nombre de un supuesto bien común que, sin embargo, rara vez es verdaderamente colectivo. Pero lo que sí permanece constante es que, en medio de esas batallas, la muerte de inocentes se convierte en la gran protagonista. A ello se suma la liberación de compuestos químicos al medio ambiente, con efectos tan letales que las secuelas de las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki siguen siendo visibles hasta hoy.
Desde este lado del mundo, donde los misiles que han caído en Tel Aviv o Teherán parecen estar a cientos de kilómetros de distancia, los llamados “daños colaterales” dejan de ser una figura retórica o hollywoodense para hacerse más tangibles y cercanos. Porque, al margen de las razones que puedan esgrimirse desde un bando u otro, el punto en común parece ser que la sensatez y la racionalidad se han ido de viaje. Las consecuencias reales —muertes, sistemas sanitarios colapsados, ausencia de alimentos y la proliferación de mercaderes de la guerra— florecen con la misma naturalidad con que las aves de rapiña rodean a los cuerpos inertes que yacen en medio de desiertos inhóspitos.
En esta era de la inteligencia artificial, de la hiperconectividad y del desarrollo tecnológico, en la que las guerras de cuarta generación —asimétricas, invisibles, digitales— se imponen como nuevas formas de conflicto, los daños siguen recayendo sobre los más vulnerables. Aunque creamos que están lejos, a nosotros, los habitantes de pequeños y remotos países como Chile, la guerra también nos afecta. Nos impacta desde el anhelo de un mundo en paz hasta en hechos tan concretos como el alza de los combustibles, justo cuando nos preparamos para la entrada del invierno.
El escenario que se despliega al norte del planeta podría situarnos en una posición privilegiada para cultivar la paz, pero ha llegado la hora de preguntarnos si realmente la tendremos. ¿Hacia dónde migrarán los miles de ciudadanos que hoy habitan Europa o Asia? ¿Estamos preparados para nuevas olas migratorias? ¿Estamos listos para levantar alguna bandera y alinearnos con una visión geopolítica del mundo? ¿Pasaremos de ser un país observador a convertirnos en aliado? ¿o enemigo?
Solo espero que la bandera que se alce desde esta tierra sea la de la paz, la vida y la sana convivencia. Que sea la de la racionalidad, la diplomacia y el respeto por la soberanía y la autodeterminación de cada nación.
Ojalá la bandera que ondee desde estas tierras sea la de la cordura, en un mundo que parece decidido a arder, una vez más.