Para quienes vivimos el sur de Chile, el invierno no es solo una época del año: es una forma de vivir. Nos acompaña desde siempre con su frío sereno, con el pasto escarchado que cruje bajo los pies en las primeras horas del día, donde el sol aún es lejano, con las bufandas, la ropa de lana, los impermeables colgados junto a la puerta. Es la temporada donde los días se acortan y las noches parecen extenderse como una acción que invita al recogimiento. Un tiempo que, lejos de ser sombrío, se convierte en una oportunidad para reconectar con lo esencial, con lo que va más allá de la cotidianidad.
Y es justo en este escenario que llegan las vacaciones de invierno. Una pausa que no solo marca el calendario escolar, sino también nuestros ritmos internos. Porque, en medio de la dinámica diaria, tomar algunos días para reencontrarnos con la familia, con la naturaleza, con nosotros mismos, se transforma en un acto de resistencia frente a una sociedad que no sabe detenerse.
Ver el mar en invierno —quieto, inmenso, gris— tiene una belleza que sana. Caminar por bosques húmedos, ver la nieve caer a través de la ventana, sentir el silencio del campo o simplemente quedarse en casa con una taza caliente entre las manos y una conversación pendiente, son formas de recordar que la vida no se resume a producir ni a correr. Que también existe la contemplación, el descanso, la pausa.
En un mundo que arde en algunos continentes, lleno de urgencias globales, conflictos y tensiones, mirar nuestro pequeño sur con ojos nuevos nos devuelve una certeza: sí, “somos el mejor país de Chile”, como reza esa frase popular tan nuestra. Y lo somos porque aquí, en esta geografía que a veces parece alejada de todo, se esconde una forma auténtica de vivir. Una que valora la historia, que cuida sus paisajes y que aún puede proyectar futuro para un mundo en caos.
Las vacaciones de invierno, entonces, no son solo un descanso: son un acto de salud. Una forma de desintoxicar el cuerpo del exceso de cortisol, de las noticias tristes, del ruido incesante. Son días para recordarnos que lo único urgente, muchas veces, es vivir. Que no estamos aquí para sobrevivir jornadas de trabajo o actividades, sino para habitarlas, con sentido, con afectos, con calma.
Porque al final del día, cuando bajan las temperaturas y sube el vapor del té en nuestras cocinas, lo que realmente importa no es cuántas tareas hicimos, sino cuántos momentos fuimos capaces de vivir.
Y el invierno, con su manto frío y silencioso, siempre nos invita a hacerlo.