Hace solo unos días, las regiones del centro sur de Chile enfrentaron una de las jornadas más frías de las últimas siete décadas, según lo confirmó la Dirección Meteorológica de Chile. En Chillán, el termómetro descendió hasta los -9,3 grados, la temperatura más baja desde 1947, año que quedó inscrito como referencia histórica para la zona. Como era de esperarse, el Ministerio de Desarrollo Social ha activado el Código Azul, una medida que, aunque oportuna, no fue suficiente para evitar la tragedia: un hombre en situación de calle perdió la vida en una comuna precordillerana de nuestra región, expuesto a las condiciones extremas de la intemperie.
Más allá de la noticia puntual y del fenómeno climático que la provocó, este hecho desnuda una realidad que va mucho más allá de un frente de mal tiempo. Ñuble no solo sufre el rigor del invierno; también enfrenta desafíos estructurales que siguen postergando a miles de sus habitantes. La Encuesta Nacional de Empleo (ENE), elaborada por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), acaba de informar que la tasa de desempleo en la región alcanzó un 10,4% en el trimestre marzo-mayo de 2025, una de las más altas a nivel país.
Si a esto sumamos las cifras de pobreza por ingresos, la situación se torna aún más compleja. Según la última encuesta Casen, Ñuble encabezó el ranking nacional en 2023, con un 12,1% de su población bajo la línea de la pobreza. Un dato que duele, pero que también interpela. Somos la región más joven administrativa y políticamente hablando, pero eso no puede seguir siendo una excusa para permanecer en los últimos lugares en indicadores sociales claves.
La conjunción de estos tres datos —clima extremo, desempleo y pobreza— revela una urgencia ineludible: la necesidad de políticas públicas integrales que vayan más allá de la emergencia. Se requiere inversión sostenida en educación, empleo digno, acceso a vivienda y servicios básicos que garanticen calidad de vida.
En medio de este panorama, iniciativas como los trabajos de invierno que desarrollan distintas instituciones de educación superior, cobran un valor especial. No solo representan una oportunidad de aprendizaje desde los entornos reales para los estudiantes, sino que también son un puente entre la teoría y la dura realidad social de muchos sectores de nuestra región. Ellos son testigos directos del frío, de la calefacción a leña que aún predomina en las casas más vulnerables y de la ropa de lana que sigue siendo el único abrigo para muchas familias.
Estos encuentros entre la academia y el territorio son una señal de que es posible construir conciencia social y generar cambios reales. Porque detrás de cada cifra hay historias, rostros y vidas que esperan más que un Código Azul.