Con los resultados del reciente proceso de elecciones primarias—donde los primeros en hacer usos de las herramientas de la democracia fueron los aspirantes de la izquierda—, comenzó oficialmente la carrera presidencial con miras al período 2026-2030. Una contienda que, más allá del espectáculo electoral, exige una reflexión profunda sobre lo que verdaderamente significa portar la piocha de O’Higgins.
Porque sí, la piocha cabe en la mano, se ajusta sin dificultad a la banda tricolor. Pero lo simbólico pesa mucho más que el metal. Ser presidente o presidenta de Chile es cargar con una historia compleja, con una geografía indomable, con una ciudadanía diversa, exigente, fragmentada, que reclama —desde sus distintos rincones— derechos, certezas, seguridad, educación, desarrollo, salud, trabajo, pero sobre todo en este tiempo justicia.
La carrera hacia La Moneda es deseada por muchos, pero son pocos quienes reúnen verdaderamente los requisitos para liderar un país. No se trata solo de encarnar un sentimiento patrio, ni de tener carisma o discursos pegajosos. Gobernar Chile implica visión de Estado, temple, capacidad de decisión, equilibrio emocional y una preparación integral compuestas por distintas áreas del conocimiento La historia reciente en el continente nos ha mostrado lo riesgoso que puede ser poner la conducción de un país en manos de alguien sin experiencia, sin madurez política, sin resistencia a las presiones del poder ni claridad estratégica.
La Presidencia no es un espacio para hacer una práctica profesional. Es el lugar donde se escribe la historia, se modelan los cimientos de la sociedad y se toman decisiones que no pueden depender del clamor de las redes sociales ni del cálculo electoral del momento. El próximo o la próxima líder de La Moneda debe tener mirada de estadista: alguien capaz de confeccionar políticas públicas que no estén hechas a la medida de una coyuntura, sino pensadas para enfrentar múltiples momentos y resistir el paso del tiempo.
Ser jefe o jefa de Estado es, ante todo, ser el principal gerente del país, pero también su voz más clara, su mayor símbolo, su guía y un ejemplo para las generaciones del presente y del futuro. Es gobernar para todos: los que esperan del Estado protección, y los que creen en su autosuficiencia. Y ese equilibrio, quizás, es la valla más alta de todas.
Y quien no entienda el peso de esa responsabilidad, no está llamado a llevar la piocha de O’Higgins ni a escribir el futuro de Chile, porque cuatro años parece poco tiempo para hacer tanto o para no hacer nada.