La vida, en su aparente cotidianidad, es un ciclo continuo entre dar y recibir. Lo que para algunos es una rutina —una estufa encendida, un hervidor a un clic, una ducha caliente, un techo sin goteras— para otros representa un privilegio aún inalcanzable. Esta brecha no es un concepto abstracto: sigue siendo parte del paisaje real de muchas comunas del país. Según el Catastro Nacional de Campamentos 2024‑2025 de TECHO‑Chile, existen 1.428 campamentos activos en Chile, con más de 120.000 familias viviendo sin acceso formal y regular a servicios básicos como agua potable o electricidad.
Frente a este escenario, el voluntariado se posiciona como una forma concreta de acción y solidaridad. En lugares donde el baño está fuera de la casa, donde se seca la ropa junto a una estufa de leña y se guarda en cajas de cartón, hay quienes llegan con herramientas, conocimientos técnicos, disposición y algo mucho más valioso: presencia. No se trata de un gesto caritativo ni de asistencialismo, sino de una ética activa que nace del compromiso con otros y de una comprensión profunda de lo colectivo.
Esta práctica, que recuerda a la antigua “vuelta e’ mano” del mundo rural chileno, sigue vigente de formas distintas. Aquella ayuda desinteresada entre vecinos para levantar una casa, reparar un techo o cosechar antes de la lluvia, hoy se manifiesta en operativos médicos organizados por estudiantes y docentes, en mejoras habitacionales impulsadas por comunidades educativas, en jornadas de acompañamiento a personas mayores o en intervenciones que refuerzan la dignidad donde más se necesita. La esencia es la misma: dar sin esperar nada a cambio, con la convicción de que el bienestar de uno no puede ni debe construirse sobre el olvido del otro.
Aunque el voluntariado no siempre aparece en las noticias ni llena titulares, su impacto es real y profundo. En cada acción, por pequeña que parezca, se teje comunidad. El voluntario sabe que el resultado no se mide solo en metros cuadrados reparados, sino también en vínculos restaurados, en confianza recuperada, en dignidad devuelta. A veces, basta una conversación, una tarde de trabajo compartido, para que una familia pueda volver a dormir por algunas horas más tranquila.
Ser voluntario en estos tiempos no es una moda. Es un compromiso ético, una declaración sobre la sociedad que queremos. Quien da, sin esperar, recibe algo que no se cuantifica en dinero: la conciencia tranquila de haber hecho lo correcto y la certeza de que, en algún rincón del país, un niño o una abuela duerme mejor gracias a una acción solidaria. Eso, sin duda, si no transforma el mundo, alimenta la vida.