El trabajo, si bien es un acuerdo social que ha evolucionado con los siglos, sigue siendo un espacio desde el cual se asume responsabilidad, se entregan soluciones, servicios y atenciones. Pero, por encima de todo eso, implica un compromiso con otras personas.
Desde la labor más sencilla -como el aseo de un domicilio- hasta las funciones de un jefe de Estado, todo trabajo conlleva una responsabilidad implícita. Ya sea desde el idealismo del voluntariado o en los procesos más complejos de la producción industrial, pasando por un quirófano o por la gestión pública, el principio es el mismo: cumplir lo que se nos ha encomendado y responder, ética y profesionalmente, a la confianza depositada en nosotros.
Cuando alguien decide no hacerlo, se genera una alteración que puede ser transversal en instituciones, organismos y empresas, tanto públicas como privadas. Esa falta incide, incluso, en la vulneración de derechos ciudadanos -como el ser atendidos- y en el uso indebido de recursos, especialmente cuando se paga un salario con dinero público. El incumplimiento, en cualquiera de sus formas, erosiona la credibilidad y debilita el tejido social.
Hace poco se cumplieron meses del llamado “escándalo de las licencias médicas”, y la semana pasada un grupo de diputados decidió no asistir a una sesión parlamentaria. Algunos presentaron excusas, otros serán multados con apenas 146 mil pesos, la sanción más alta. El mensaje es claro: la falta de responsabilidad cuesta poco, y parece no doler.
Cada día se hace más evidente la ausencia de valores como la honestidad, la responsabilidad y el compromiso. Hoy, faltar al trabajo es tan simple como abrir un dulce, y pocos piensan en los efectos colaterales que esa ausencia genera en los demás. La falta de conciencia colectiva ha convertido el deber en una palabra casi obsoleta, y la ética laboral en una curiosidad de museo.
Sé que estas líneas no cambiarán ni marcarán a fuego los valores que necesitamos como sociedad, pero da la impresión de que los “no ciudadanos” se multiplican. Son los que crecen en hogares donde se elogia al que copió la tarea hecha por una inteligencia artificial y sacó un siete; donde ser ágil equivale a ser inteligente; donde preparar todos los atuendos a los hijos hasta la adultez se confunde con amor. Conductas así impulsan una sociedad que premia la irresponsabilidad, el ocio y el robo, donde la meritocracia se guarda en un cajón y los valores, tristemente, huelen a naftalina… a siglo pasado, en una era donde las pantallas mandan más que la realidad y donde la apariencia reemplazó a la coherencia como nuevo valor esencial.



















