Ella confiesa que lo primero que le atrajo fue su verde uniforme en aquel desfile de Fiestas Patrias. Luego serían sus firmes valores de bondad, respeto total y cariño incondicional hacia ella y sus dos hijos. Así comenzaron los 47 de años de matrimonio de Regina con Carlos, los mismos que su marido lleva de voluntario de 1ra Cía de Bomberos de Coihueco. Porque cuando éste por primera vez estrenaba esos blancos pantalones, su pobre Compañía de unos 30 voluntarios, apenas apagaba incendios con baldes, mangueritas domésticas y rogando que una vieja y oxidada “llave hechiza” abriera los grifos del agua.
Iban casi sin herramientas, ni botas, cascos o hachas. Hoy es el bombero en actividad más antiguo, porque es el único “viejo” que su esposa aún apoya que salga a los tan peligrosos llamados del cuartel. Los otros dos o tres compañeros que aún quedan, sus esposas les tienen prohibido el servicio a riesgo de su salud. Ella es distinta, porque en el origen de su amor estaba el heroísmo que la deslumbró: “mi marido puede perder la vida si hoy se cayera de una escala al cemento”. Porque en el origen estaba la admiración, estaba su actitud, su generoso corazón de salvar lo que la desgracia arrebata.
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Como esa misma endeble escalera de madera, que Carlos improvisó cuando escaló los seis metros para poner unos vidrios en mi casa que hizo trizas un temporal. O como cuando su hijo David alertó a los voluntarios para que salvaran mi casa de un incendio que ya consumía tres mil libros en mi bodega.
Ese día el capitán Carlos no pudo llegar. Pero sí llegaba puntualmente en la infancia, hace 55 años, cuando todas las tardes nos salvaba del incendio de las derrotas: él se ponía al arco y arriesgaba el pellejo deteniendo los pesados balonazos que le lanzaban los contrarios a nuestro amado equipo infantil: “Los Laguneros”. Cuando sentía nuestro silbido -y tal como hoy escucha las sirenas del cuartel- muy presto ese delgado arquerito, cruzaba un zarzal que lo separaba de nuestra humilde potrero-cancha y se ponía a defender la última valla.
No le importaba gastar sus únicos zapatos plásticos con tal que ese envenenado pelotazo no alegrara la caldera del equipo de “Los Osos”, esos que tenían unas muy tiesas botas como chuteadores. Ya de noche, todos sentíamos como su mamá lo regañaba duro por de nuevo llegar con sus zapatos estropeados y su ropa hecho trizas por las atajadas. Pero igual al otro día, le horneaba varios panecillos para que Carlitos en el entretiempo “alimentara a su equipo”.
Carlos Sepúlveda Lagos vio la muerte cerca una agobiante tarde cuando el carro de los bomberos de Coihueco -tal como hoy ocurre hoy- fue a auxiliar a los de Quillón, en un voraz incendio forestal. Ese día dos veces les encerró el fuego, primero contra una pared cuando intentaba proteger un hogar y así evacuar moradores: las llamas pasaron por encima del carro.
Y la segunda, en un camino lleno de humo cuando de improviso cambió el viento. Llamas y humo por los cuatro costados. No le quedó más que ponerse una toalla mojada en la cabeza, tomar un cable con electricidad que bloqueaba el camino y sin visión casi, retroceder el carro y cruzar la tromba de humo. Apenas a salvo, casi asfixiados, en un claro sus compañeros les auxilian con agua. Desmayados los más jóvenes, Carlos se afloja el caliente traje, descansa un poco y se va a luchar contra otro foco. Justo lo que ahora hacen cientos de sus colegas por todo el centro-sur de Chile.
Y ese día habría más. Al ver unos perros amarrados y al dar la vuelta para liberarlos, el aterrador ruido del fuego casi encima, los encajona de nuevo en el angosto camino. Allí, esos jóvenes lloraron de miedo luego de salvarse de milagro. Pero quizá más duro fue cuando en otra ocasión llegan apenas para rescatar un cuerpo humano calcinado. O aquella vez en que vieron hecho cenizas su amada escuela…
Carlos hoy jubilado, va a todas partes con su amada nietecita Monserrat de la mano. Trabajó toda una vida como dependiente de un almacén donde repartió el agua fresca de su sonrisa a todos a quienes atendía. “Yo soy de agua, mi Compañía de rescate es de agua, por eso cuando me muera, deseo me velen en el cuartel. Luego que ellos me entierren de noche, bien mojado el ataúd y mi sepultura…” Vocación inequívoca, fidelidad absoluta a lo que ama en vida sin paga alguna, tal como la que ya muestra Monserrat en su gusto por las letras, las que remarca a fuego en el papel de su cuaderno.