Desde la grada de la fanaticada escribo estas líneas con una inquietud que quizás no es sólo mía: ¿vale hoy lo mismo ser parte de la Roja que en los años en que Chile alzó dos Copas América? ¿El sentido de pertenencia sigue vivo o quedó diluido entre contratos, campañas de marketing y el uso liviano de un legado que costó décadas construir?
El fútbol chileno —como el vino, las empanadas o el asado— forma parte de nuestra identidad. Pero a diferencia de esos símbolos que compartimos sin condiciones, el fútbol profesional parece cada vez más alejado de su gente. Como hincha y como ciudadano que cree en la rendición de cuentas, me pregunto cuánto cuesta hoy mantener un punto en la tabla o sostener un club de primera división. ¿Cuánto se paga antes de que la pelota empiece a rodar?
Si bien existen algunas excepciones, en general los clubes y federaciones chilenas no publican sus estados financieros de forma transparente y accesible. Y aunque se trate de organizaciones privadas, no es menor que gran parte de su operación se sostiene por la fidelidad y el respaldo emocional de millones. Si hay controles para los negocios de barrio o para quienes manejan fondos públicos, ¿por qué no habría también una fiscalización o estándar mínimo para quienes lideran el fútbol nacional?
La ausencia de información sobre sueldos, premios, contratos de auspicio o derechos televisivos genera una desconfianza persistente. Más aún cuando los resultados deportivos ya no alcanzan para justificar las cifras que circulan fuera de la cancha. ¿Es posible hablar de un fútbol con valores cuando no se sabe cuánto entra, cuánto sale y hacia dónde?
No se trata de restar pasión. Al contrario. Es precisamente porque el fútbol importa, porque emociona, porque nos une y nos identifica, que vale la pena preguntarse si lo que estamos auspiciando son clubes o estructuras donde los intereses económicos han desplazado los principios básicos de gestión social y deportiva.
Los clubes son hoy marcas, las camisetas vitrinas, y los estadios una mezcla entre espectáculo y negocio. Pero si perdemos el vínculo genuino con lo que pasa dentro y fuera del campo, si dejamos de exigir ética y transparencia, estaremos también renunciando al derecho de decir “soy de este equipo” con orgullo y convicción.
Soñar con balances públicos puede parecer utópico, pero también es una forma de exigir respeto por quienes sostenemos este espectáculo con emoción, camiseta y memoria. Porque incluso en el fútbol, la confianza también se juega.