Puede sonar medio ingenuo ponerse a contar cuántas veces, entre asados, empanadas y fondas, levantamos la copa diciendo “¡Salud, ¡Viva Chile!”, pero ese gesto repetido deja claro que el vino sigue siendo parte del ADN de las Fiestas Patrias y, de paso, un motor económico clave para Ñuble y para todo el país. Brindar con un buen tinto o un pipeño no es solo costumbre: es cultura viva.
Los números hablan solos. Durante las celebraciones de septiembre, el consumo de vino sube entre un 47 % y un 65 % entre quienes ya acostumbran a tomar, según la Radiografía del Consumo de Alcohol en Fiestas Patrias 2025 de Aprocor y Cadem. Aunque la chela manda en preferencias, el vino mantiene su lugar: 55 % de los compradores en botillerías se inclina por él o por tragos que lo llevan, como el terremoto, el jote o el ponche. En un país donde el consumo anual por persona supera los 13 litros de vino, septiembre se lleva una tajada bien grande de ese total, y en muchas casas la botella de tinto se abre incluso antes de prender la parrilla.
El impacto económico no se queda en el brindis. Datos publicados por el portal Semanario Local muestran que, solo en el primer semestre de 2025, Chile exportó 22,5 millones de cajas de vino embotellado por 605,5 millones de dólares. En el último año móvil, las exportaciones llegaron a 47 millones de cajas, con ingresos de 1.308 millones de dólares, y la Organización Internacional de la Viña y el Vino nos ubicó como cuarto exportador mundial, con 7,8 millones de hectolitros. La producción total nacional en 2025 ya bordeó los 838,6 millones de litros, dejando claro que esta industria mueve harta pega, desde los campos hasta las plantas de embotellado y las agencias de turismo que se arman en torno a la viña.
Ñuble es importante en este cuadro. El Valle del Itata, cuna de cepas patrimoniales como la País y la Moscatel de Alejandría, aporta uvas y vinos que hoy se lucen en mercados de nicho en Europa, Norteamérica y Asia. Pequeños viñateros, muchas veces familias que trabajan la misma tierra hace generaciones, han encontrado en los vinos de baja intervención una forma de mejorar ingresos y seguir con un cultivo que viene desde el siglo XVI. Cada hectárea de viñedo en el Itata no solo cuida la tierra; también da pega en la vendimia, en el enoturismo, en las ferias locales y en la venta directa que se hace en caminos rurales y fiestas costumbristas.
Así que cuando choquemos las copas este septiembre, o nos sirvamos un pipeño en una ramada, no es solo un brindis. Es un reconocimiento a los productores que, a pura porfía y tradición, mantienen vivo un oficio que sostiene una parte de la región y a una gran parte de Chile. El vino del Valle del Itata no es solo para el gusto: es identidad, historia y desarrollo económico que vale la pena seguir celebrando y cuidando cada año.