Cada 1 de noviembre el calendario nos devuelve a una costumbre antigua: detener la marcha, mirar hacia atrás y reconocer de dónde venimos. Aunque la fecha proviene del calendario litúrgico católico, en Chile se transformó en un hito civil y familiar donde el foco ya no está en el catálogo de santos, sino en las personas concretas que marcaron nuestras vidas y cuya partida abrió un vacío que sigue habitado por memoria y significado.
Honrar a quienes ya no están es un gesto que revela más sobre los vivos que sobre los muertos. No se trata solo de visitar los cementerios, sino de volver a pensar cuál es la herencia real que permanece. Los ritos (llevar flores, limpiar tumbas, compartir en familia) son también una forma de recordarnos que toda trayectoria personal se sostiene sobre otra anterior. Detrás de nuestros estudios, oficios, convicciones o formas de entender al otro, hay alguien que transmitió una práctica, un valor o un modo de mirar el mundo.
El 1 de noviembre nos enfrenta a algo que evitamos en la conversación pública: la muerte como experiencia inevitable y común. Aun con tantos discursos sobre innovación, longevidad o progreso médico, la pregunta por el sentido aparece con fuerza cuando recordamos a quienes partieron.
En este sentido Chile ha sido históricamente un país que asocia la memoria a lo colectivo -desde los duelos familiares hasta las conmemoraciones nacionales- porque somos una sociedad donde la pertenencia sigue siendo un sello de arraigo.
La memoria opera como una segunda biografía: no queda inscrita en papeles, sino en gestos y decisiones cotidianas. Quien enseñó un oficio, quien sostuvo un hogar, quien transmitió valores sin hacerlo explícito, permanece en la conducta de los que vinieron después. También persisten aquellos aprendizajes que no se nombran, pero orientan. Cada generación carga con ese traspaso silencioso cargado de luz y sombra.
Por eso, más que una jornada “para los que ya no están”, este día también habla de los que seguimos aquí, nos recuerda que necesitamos saber que no caminamos solos, que hay una trayectoria previa que nos sostiene y nos obliga, al mismo tiempo, a pensar qué dejaremos nosotros cuando llegue el turno del relevo. La muerte no es solo cierre: es una forma de ordenar la vida.
Mirar hacia los que partieron es, en rigor, mirarnos a nosotros mismos. Esa es la lección que esta fecha vuelve a poner sobre la mesa: no somos permanentes, pero sí transmisores. Lo que llamamos legado es, en última instancia, la huella que dejamos en alguien antes de despedirnos.



















