La reciente cifra del Imacec de septiembre, que marcó un estancamiento del 0%, ha encendido alarmas en el panorama económico chileno. Esta desaceleración no es un dato aislado, sino un reflejo de una economía que no está respondiendo como se proyectaba. Aunque las proyecciones iniciales apuntaban a un crecimiento cercano al 2,6% anual, la realidad muestra que alcanzar ese objetivo será más desafiante de lo esperado.
A este escenario se suma un desempleo que, con un promedio nacional de 8,7%, sigue lejos del ideal de pleno empleo, y una tasa de informalidad que bordea el 27%. Una de cada tres personas en la fuerza laboral trabaja en condiciones informales, lo que expone la fragilidad de nuestro mercado laboral.
Esta situación tiene impactos tangibles en la vida diaria de los chilenos, especialmente en regiones que enfrentan tasas de desempleo superiores al promedio nacional. A pesar de que algunos sectores, como el comercio, la enseñanza y los servicios de alojamiento han mostrado cierta recuperación, otros como la industria manufacturera y las actividades inmobiliarias siguen en declive. Esto revela la necesidad de repensar nuestras prioridades económicas y actuar de forma más estratégica. Es evidente que esta ralentización está afectando la capacidad de las familias para sostener sus niveles de consumo y bienestar, lo que a su vez tiene un efecto en la demanda agregada.
Al tener menos ingresos disponibles y un mercado laboral más precario, la capacidad de los hogares para consumir disminuye, afectando negativamente el crecimiento económico. En este contexto, la reciente disminución de las tasas de interés por parte del Banco Central ha sido un intento por reactivar el crédito y el consumo, pero sus efectos no se sienten de forma inmediata. Sectores como el inmobiliario podrían beneficiarse, aunque estos efectos suelen tardar en llegar al ciudadano común.
Frente a este panorama, es crucial que las políticas públicas se orienten hacia la revitalización de la economía regional y la reducción de la informalidad. No se trata solo de aumentar el gasto público, sino de hacerlo de manera estratégica. Por ejemplo, fomentar la inversión en infraestructura en regiones y sectores productivos fuera de la minería podría generar empleos más estables y de mejor calidad.
La inversión en tecnología y capacitación para sectores como la manufactura y la agricultura permitiría diversificar nuestra matriz productiva y reducir la dependencia de sectores más volátiles. A nivel de políticas macroeconómicas, es fundamental fortalecer la coordinación entre el gobierno, la banca y el sector privado para facilitar el acceso al crédito, especialmente para las pequeñas y medianas empresas, que son las principales generadoras de empleo en el país. En el sector agrícola, donde la temporalidad y las condiciones climáticas complican el acceso a financiamiento, se deben buscar soluciones que permitan a los productores acceder a mejores condiciones de crédito. Aquí, la articulación entre el Estado y la empresa privada es clave para reactivar el dinamismo económico.
Además, es importante que las medidas no se queden solo en la macroeconomía, sino que lleguen al bolsillo de las personas. Las alzas en tarifas eléctricas y combustibles, junto con el impacto de la inflación, han encarecido el costo de vida. El Gobierno debe buscar maneras de mitigar estos efectos a través de subsidios focalizados y programas de apoyo a los hogares más vulnerables.
Una coordinación efectiva entre los ministerios de Hacienda y Economía será clave para diseñar políticas que impulsen tanto la inversión como el consumo de forma sostenible.
A pesar de los desafíos, no todo está perdido. Si bien el IMACEC de 0% es una señal preocupante, también tenemos caminos para mejorar las condiciones de vida, especialmente en las regiones más golpeadas por el desempleo y la informalidad. Con decisiones audaces, que prioricen la inversión en sectores estratégicos y la generación de empleos formales, podemos dar un impulso a la economía y mejorar el bienestar de los ciudadanos.
El momento para actuar es ahora, antes de que estos problemas estructurales se arraiguen aún más. En resumen, necesitamos un enfoque integral que combine políticas públicas efectivas, inversión en infraestructura y un apoyo decidido a los sectores productivos. Solo así lograremos que nuestra economía vuelva a crecer y, lo más importante, que ese crecimiento se traduzca en bienestar para todos.