¿El Estado somos todos?

Existen dos perspectivas de entender al Estado: como una construcción por medio de un contrato social para proteger derechos naturales, y por otro lado, como aquel gran cuerpo que emana de la naturaleza social del ser humano. Los más partidarios de esta última visión son los que dicen que “el Estado somos todos”, es decir, que no se trata simplemente del conjunto de símbolos, aparatos burocráticos, estamentos públicos, leyes, legisladores y funcionarios, sino que estarían incluidos todos aquellos que legitiman el régimen político imperante a través del voto.

Ahora bien, este Estado sólo comienza a existir tangiblemente cuando los impuestos y tributos golpean los bolsillos de los ciudadanos, pues todo aquello que la naturaleza no entrega de forma gratuita requiere de un financiamiento para su existencia y perpetuación, porque si no existiesen los impuestos el Estado tampoco existiría, sólo sería un poder imaginario. Sin embargo, todos sabemos que el Estado existe por causa de la violencia, ya que el dinero público sólo se origina por la recaudación fiscal, pero como su nombre lo indica, su mecanismo se llama “impuestos”, una realidad que ningún ciudadano puede elegir, se acepta por la fuerza para terminar legitimándose.

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Estas perspectivas toman mayor apoyo o rechazo dependiendo de la posición política e ideológica que se tenga, generalmente las Derechas son favorables a una disminución de los impuestos y las Izquierdas por el contrario son favorables a una subida de impuestos. Estos últimos son los que en discurso y práctica creen que el Estado no es simplemente una institución sino un ente corporativo, pues al señalar que “el Estado somos todos”, justifican el crecimiento de este como método para lograr la justicia social, que consiste en lograr por medios coactivos una equidad forzada. El objetivo final quizás sea loable, pero el camino que se traza genera un efecto contraproducente.

Se dice que se necesita recaudar más dinero para que el servicio público a través de sus aparatos entregue mayores beneficios a aquellos que por sus propios medios económicos no pueden suplir sus necesidades en la oferta y demanda del Mercado, y aunque se puede cumplir en parte este principio, todo descansa en la probidad, transparencia y eficiencia del sector público. De no ser así, se genera un peor daño social con mayor pobreza y mayor desigualdad. Veamos un ejemplo cercano, Argentina es uno de los países con mayor carga tributaria pero sus niveles de pobreza son exorbitantes, debido a una clase política tan vilipendiada por los sectores libertarios. Pero no nos equivoquemos, nuestro país va por el mismo camino, cuya meta es un abismo sin retorno, un peronismo chileno sin la estética del argentino, uno que se encarna en jóvenes burgueses revolucionarios sin la elegancia de la oratoria populista.

Estos jóvenes revolucionarios llegaron al poder no por la fuerza de sus ideas posmarxistas sino por ser la promesa de un cambio generacional, pues condenaron las malas prácticas que los zorros políticos de la transición hicieron, prometiendo un divorcio entre el casamiento del poder político y el poder económico. Sin embargo, no bastó una década para que estos supuestos ideales mermaran, tan sólo se necesitó un año para demostrarnos que estos antiguos asambleístas estudiantiles se convirtieran en aquello que juraron destruir.

Ejemplo de lo que menciono es lo que hemos visto durante semanas en los noticieros con el Caso Convenios, millonarios aportes a fundaciones poco civiles y muy politizadas cuyos tratos bordan la corrupción, irregularidad, y sobre todo, la insensibilidad de sacar provecho económico de las necesidades sociales más urgentes. No sólo pensemos en las diez fundaciones que están en la mira con los miles de millones de pesos en juego, sino también del increíble despilfarro de dineros públicos con el caso de las colaciones de la Junaeb que superó todo límite imaginable.

Con las noticias del momento nos damos cuenta que la corrupción no es un fenómeno que se relega a una ideología o generación sino que es transversal a todo grupo político, pero sale más rápido a la luz en aquellos que promueven un Estado grande y presente, en aquellos que dicen que el Estado somos todos.

¿Será por amor al dinero o amor al poder? Es una interrogante tan inescrutable como saber si primero es el huevo o la gallina. Pero sea cual sea el origen, es de esperar que esto ocurra con lo público en una sociedad que ha perdido sus estándares éticos, porque el que detenta el poder en la actualidad no tiene necesariamente la virtud de la responsabilidad, ya que lo que es de todos no es de nadie, más cuando aquello que es de todos sólo beneficia a unos pocos, así el Estado ya no seríamos todos sino sólo una propiedad de aquellos que dominan sobre el resto. En resumen, si no hay transparencia, probidad y eficiencia, la injusticia reinará en lo público, y tal como dijo Agustín de Hipona “un Estado sin justicia sería una banda de ladrones”.

Esta sección es un espacio abierto, por lo que las opiniones vertidas aquí pertenecen exclusivamente a su autor y no necesariamente representan una mirada editorial.

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DLUIS
lunes, 10 de julio de 2023 16:22

excelente columna , a mi juicio cuando hay ese nivel de despilfarro de platas del estado y aun mas encima nadie le pone freno, orden y se duda de que la justicia sea justa en cuanto a poder aclarar las cosas, se va ir crean un caldo de cultivo para incentivar a muchos que la corrupción es normal que ocurra , total si los demás lo hacen porque no lo pueden hacer otros, para mi este desorden generalizado no es otra cosas que Chile va a un DESGOBIERNO.